Sábado, 16 de mayo de 1998 EL MUNDO periodico

LA POLITICA Y LA MAFIA
PEDRO G. CUARTANGO

La cara oculta de la gran América


Frank Sinatra ha muerto. Nada como su mágica e inmortal voz evoca la América de los años 60. La de los Kennedy, la de Marilyn y John Wayne, la de Martin Luther King, aquella América en technicolor que contrastaba con la España en blanco y negro. Hollywood frente al No-Do.

Pero aquel país de ensueño que lanzaba cohetes a la Luna tenía también su cara oculta. Era la América de los secretos, de las cloacas, de la Mafia, del chantaje a políticos, periodistas y artistas. Y Frank Sinatra conocía bastante de lo que sucedía entre los bastidores de un escenario en el que él brillaba como una refulgente estrella.

Sinatra era hijo de un inmigrante italiano que había llegado a Nueva York a principios de siglo. A los 27 años era ya un ídolo consagrado que atraía a las jovencitas en el teatro de la Paramount en Nueva York. Pero, a comienzos de la década de los 50, cuando Sinatra frisaba ya los 40 años, sufrió un importante bache en su carrera con la eclosión del rock.

En esos años oscuros, en los que Sinatra sufre una tremenda depresión, la ayuda de la Mafia fue decisiva para el resurgir de su carrera. Sam Giancana, el hombre que controlaba desde Chicago los negocios del juego y la droga en la Costa Oeste, entabla una estrecha amistad con Sinatra y decide apostar por él. Giancana invierte millones de dólares en promocionar a Sinatra y aporta los contactos para que el cantante y actor pueda triunfar en Hollywood y firmar su contrato con la Capitol Records.

Giancana era, a principios de los años 60, uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos por dos razones: la gran información de que disponía para chantajear a los políticos y su colaboración con la CIA en la fallida invasión de Bahía Cochinos para derribar a Castro. Sam Giancana había financiado en secreto la candidatura de John Kennedy.

Jack derrotó a Nixon en 1960. Durante la campaña presidencial, Sinatra se volcó en apoyo de su amigo. Cuenta Tina Sinatra, la hija del cantante, que su padre sentía una gran admiración por el candidato demócrata. Tenía posters y fotografías suyas en su casa y hablaba con entusiasmo del joven político de ascendencia irlandesa.

Kennedy se sentía muy a gusto con Sinatra y apreciaba su música. Hasta el punto de que la canción que cerraba sus mítines y que le sirvió de eslogan electoral era High Hopes, el éxito del momento del cantante italo-americano.

Tras su desembarco en la Casa Blanca, el presidente fue intimando progresivamente con Frank Sinatra, al que había conocido a través de su cuñado, el actor Peter Lawford. Lawford y Sinatra eran compañeros de francachelas: se reunían para jugar al póquer, beber bourbon y alternar con chicas fáciles.

Kennedy no jugaba ni bebía. Pero sí le gustaban las mujeres. Y mucho. Aprovechando los numerosos viajes por todo el país del presidente, Sinatra y Giancana le proporcionaban los ligues de una noche que tanto le gustaban.

Sinatra, a veces con sus amigos Dean Martin y Sammy Davis Jr., era el organizador de las fiestas. Allí presentaba a Kennedy a alguna chica, que, minutos después, se marchaba con él a una suite discretamente reservada por los servicios presidenciales. Los guardaespaldas velaban a pocos metros por la seguridad de Kennedy.

Había una persona que estaba meticulosamente informada de la agenda amorosa del presidente: J. Edgar Hoover. El director del FBI tenía una oscura relación con Giancana, que disponía de un completo dossier de las actividades homosexuales de Hoover. Este, con su amante -Clyde Tolson, su mano derecha en el FBI-, frecuentaba un pequeño y lujoso hotel de Giancana en La Joya (California), donde tenían reservado un bungalow de forma permanente.

Hoover, que durante casi 40 años permaneció al frente del FBI, estaba obsesionado con el comunismo y era un paladín del puritanismo sexual a pesar de sus preferencias homosexuales. Los dossiers que almacenaba en una caja fuerte de su despacho aseguraban su supervivencia política, ya que conocía las debilidades de los senadores, los congresistas y los miembros del Gobierno, incluidos los presidentes.

Pero Hoover era vulnerable ante la Mafia y, especialmente, ante Sam Giancana, que le chantajeaba abiertamente con su doble vida sexual. El gangster era el valedor en la sombra de John Kennedy y el impulsor de la carrera de Sinatra. Este sabía que la Mafia controlaba los movimientos del inquilino de la Casa Blanca pero ignoraba, con toda probabilidad, que Hoover espiaba y chantajeaba también a John Kennedy.

En este juego cruzado de secretos y espionajes, Kennedy era consciente de que Sinatra estaba al servicio de Giancana. Pero le utilizaba para sus citas amorosas y sus desahogos extrapresidenciales.

Como cuenta Ben Bradlee, el director del Washington Post y vecino y amigo del presidente, Kennedy pensaba que sus aventuras sexuales eran un pecado venial. Los periodistas conocían que el presidente era un consumado adúltero pero silenciaban sus affaires, que entonces eran un tabú para la Prensa.

Seymour Hersh, en La cara oculta de J. F. Kennedy, narra cómo el 7 de febrero de 1960, en el Sands Hotel de Las Vegas, Sinatra presentó a los hermanos Kennedy a Judith Exner, una chica con la que el presidente mantuvo una relación que duró muchos meses. Sinatra presentó a Exner a Giancana, que sirvió en varias ocasiones de correo entre Kennedy y el mafioso. Más tarde Exner se convirtió en amante de Giancana.

El episodio muestra las tormentosas relaciones entre Sinatra, Kennedy y la Mafia. Tras el asesinato del presidente, Sinatra se alejó de la política, ya que no era del agrado de Robert Kennedy, que intentó siempre alejar a su hermano del círculo de influencia de la Mafia y acabar con Edgar Hoover.

Frank Sinatra no sentía especial atracción por la política, pero sí por el poder y los poderosos. Pensaba que sin padrinos no podía prosperar. Y volvió a ganar el favor de Ronald Reagan, al que secundó con igual entusiasmo que a Kennedy. Sinatra era un habitual en los años 80 en las fiestas de la Casa Blanca. Ambos compartían gustos y, sobre todo, se creían apóstoles del conservadurismo americano.

Con la muerte de Sinatra desaparece una época que novelistas como James Ellroy y Norman Mailer han acertado a describir en sus trabajos. Nos queda, al menos, la voz del genio.