Frank Sinatra ha muerto. Nada como su
mágica e inmortal voz evoca la América de los años 60. La de
los Kennedy, la de Marilyn y John Wayne, la de Martin Luther
King, aquella América en technicolor que contrastaba con la
España en blanco y negro. Hollywood frente al No-Do.
Pero aquel país de ensueño que lanzaba cohetes a la Luna
tenía también su cara oculta. Era la América de los secretos,
de las cloacas, de la Mafia, del chantaje a políticos,
periodistas y artistas. Y Frank Sinatra conocía bastante de lo
que sucedía entre los bastidores de un escenario en el que él
brillaba como una refulgente estrella.
Sinatra era hijo de un inmigrante italiano que había
llegado a Nueva York a principios de siglo. A los 27 años era
ya un ídolo consagrado que atraía a las jovencitas en el
teatro de la Paramount en Nueva York. Pero, a comienzos de la
década de los 50, cuando Sinatra frisaba ya los 40 años,
sufrió un importante bache en su carrera con la eclosión del
rock.
En esos años oscuros, en los que Sinatra sufre una tremenda
depresión, la ayuda de la Mafia fue decisiva para el resurgir
de su carrera. Sam Giancana, el hombre que controlaba desde
Chicago los negocios del juego y la droga en la Costa Oeste,
entabla una estrecha amistad con Sinatra y decide apostar por
él. Giancana invierte millones de dólares en promocionar a
Sinatra y aporta los contactos para que el cantante y actor
pueda triunfar en Hollywood y firmar su contrato con la
Capitol Records.
Giancana era, a principios de los años 60, uno de los
hombres más poderosos de Estados Unidos por dos razones: la
gran información de que disponía para chantajear a los
políticos y su colaboración con la CIA en la fallida invasión
de Bahía Cochinos para derribar a Castro. Sam Giancana había
financiado en secreto la candidatura de John Kennedy.
Jack derrotó a Nixon en 1960. Durante la campaña
presidencial, Sinatra se volcó en apoyo de su amigo. Cuenta
Tina Sinatra, la hija del cantante, que su padre sentía una
gran admiración por el candidato demócrata. Tenía posters y
fotografías suyas en su casa y hablaba con entusiasmo del
joven político de ascendencia irlandesa.
Kennedy se sentía muy a gusto con Sinatra y apreciaba su
música. Hasta el punto de que la canción que cerraba sus
mítines y que le sirvió de eslogan electoral era High Hopes,
el éxito del momento del cantante italo-americano.
Tras su desembarco en la Casa Blanca, el presidente fue
intimando progresivamente con Frank Sinatra, al que había
conocido a través de su cuñado, el actor Peter Lawford.
Lawford y Sinatra eran compañeros de francachelas: se reunían
para jugar al póquer, beber bourbon y alternar con chicas
fáciles.
Kennedy no jugaba ni bebía. Pero sí le gustaban las
mujeres. Y mucho. Aprovechando los numerosos viajes por todo
el país del presidente, Sinatra y Giancana le proporcionaban
los ligues de una noche que tanto le gustaban.
Sinatra, a veces con sus amigos Dean Martin y Sammy Davis
Jr., era el organizador de las fiestas. Allí presentaba a
Kennedy a alguna chica, que, minutos después, se marchaba con
él a una suite discretamente reservada por los servicios
presidenciales. Los guardaespaldas velaban a pocos metros por
la seguridad de Kennedy.
Había una persona que estaba meticulosamente informada de
la agenda amorosa del presidente: J. Edgar Hoover. El director
del FBI tenía una oscura relación con Giancana, que disponía
de un completo dossier de las actividades homosexuales de
Hoover. Este, con su amante -Clyde Tolson, su mano derecha en
el FBI-, frecuentaba un pequeño y lujoso hotel de Giancana en
La Joya (California), donde tenían reservado un bungalow de
forma permanente.
Hoover, que durante casi 40 años permaneció al frente del
FBI, estaba obsesionado con el comunismo y era un paladín del
puritanismo sexual a pesar de sus preferencias homosexuales.
Los dossiers que almacenaba en una caja fuerte de su despacho
aseguraban su supervivencia política, ya que conocía las
debilidades de los senadores, los congresistas y los miembros
del Gobierno, incluidos los presidentes.
Pero Hoover era vulnerable ante la Mafia y, especialmente,
ante Sam Giancana, que le chantajeaba abiertamente con su
doble vida sexual. El gangster era el valedor en la sombra de
John Kennedy y el impulsor de la carrera de Sinatra. Este
sabía que la Mafia controlaba los movimientos del inquilino de
la Casa Blanca pero ignoraba, con toda probabilidad, que
Hoover espiaba y chantajeaba también a John Kennedy.
En este juego cruzado de secretos y espionajes, Kennedy era
consciente de que Sinatra estaba al servicio de Giancana. Pero
le utilizaba para sus citas amorosas y sus desahogos
extrapresidenciales.
Como cuenta Ben Bradlee, el director del Washington Post y
vecino y amigo del presidente, Kennedy pensaba que sus
aventuras sexuales eran un pecado venial. Los periodistas
conocían que el presidente era un consumado adúltero pero
silenciaban sus affaires, que entonces eran un tabú para la
Prensa.
Seymour Hersh, en La cara oculta de J. F. Kennedy, narra
cómo el 7 de febrero de 1960, en el Sands Hotel de Las Vegas,
Sinatra presentó a los hermanos Kennedy a Judith Exner, una
chica con la que el presidente mantuvo una relación que duró
muchos meses. Sinatra presentó a Exner a Giancana, que sirvió
en varias ocasiones de correo entre Kennedy y el mafioso. Más
tarde Exner se convirtió en amante de Giancana.
El episodio muestra las tormentosas relaciones entre
Sinatra, Kennedy y la Mafia. Tras el asesinato del presidente,
Sinatra se alejó de la política, ya que no era del agrado de
Robert Kennedy, que intentó siempre alejar a su hermano del
círculo de influencia de la Mafia y acabar con Edgar Hoover.
Frank Sinatra no sentía especial atracción por la política,
pero sí por el poder y los poderosos. Pensaba que sin padrinos
no podía prosperar. Y volvió a ganar el favor de Ronald
Reagan, al que secundó con igual entusiasmo que a Kennedy.
Sinatra era un habitual en los años 80 en las fiestas de la
Casa Blanca. Ambos compartían gustos y, sobre todo, se creían
apóstoles del conservadurismo americano.
Con la muerte de Sinatra desaparece una época que
novelistas como James Ellroy y Norman Mailer han acertado a
describir en sus trabajos. Nos queda, al menos, la voz del
genio.